Existe una profesión realmente arriesgada, quizá sea la más peligrosa de todas. Me estoy refiriendo a la profesión bibliotecaria.
Esta afirmación provocará más de un asombro. ¿Arriesgada por qué?
¿Acaso quienes la practican trepan por imposibles rocas, como los alpinistas? ¿Acuden a la primera línea de fuego de cualquier guerra, como los reporteros? ¿Descienden a las profundidades de la Tierra para extraer sus minerales, como los mineros? ¿O se enfrentan a mares embravecidos, como los marinos y los pescadores?
No, claro que no realizan ninguna de las actividades descritas.
Entonces, ¿por qué esa exageración? ¿A que viene hablar de riesgo bibliotecario?
Es cierto que a un observador superficial podría parecerle una profesión no sólo sedentaria, sino tranquila, relajada y alejada de cualquier amenaza. Ni siquiera se les exige el uso de casco protector ni de ninguna otra precaución.
Sin embargo, las apariencias engañan, y mucho. Estos profesionales trabajan con dos de los elementos más inflamables que existen: libros y lectores.
Los bibliotecarios saben, mejor que nadie, que un libro, puesto en contacto con un lector, produce una reacción impredecible e imprevisible.
Si juntamos un átomo de oxígeno con dos de hidrógeno, sabemos que obtendremos agua. Pero si unimos un lector con un libro, jamás podremos adivinar lo que va a ocurrir, dado que el mismo libro causará efectos distintos en diferentes lectores. Será una reacción química de efectos insospechados, esto es, no controlables.
No es de extrañar que la primera medida que suelen tomar las dictaduras es intervenir en las bibliotecas, bien para clausurarlas, bien para permitir sólo los libros que a ellos les interesan. Es el caso, entre tantos, de Corea del Norte. Ninguna dictadura va a consentir que se les cuele literatura subversiva ni tampoco degenerada, como así tildaban los nazis a libros como «La metamorfosis», de Kafka.
Qué duda cabe de que quienes mejor han entendido el poder de los libros son los dictadores. Por eso los prohibieron nada más alzarse con el poder. Stalin acabó, sin temblarle el pulso, tanto con los libros como con los autores que le molestaban, que eran casi todos. Él aplicaba ese viejo refrán de «muerto el perro, se acabó la rabia», aunque murió sin saber que la rabia era él.
En las democracias estas instituciones inflamables que son la bibliotecas peligran también, porque hay muchos dirigentes políticos con tentaciones totalitarias que miran los libros con recelo. Se les nota enseguida, primero porque hablan de autores y títulos que no han leído; segundo, porque ponen todo tipo de trabas y cortapisas para su potenciación, aún proclamando que las apoyan. Y tercero, y sobre todo, porque quienes rigen los destinos de los ciudadanos, saben, o intuyen, que aunque las bibliotecas públicas dependen de los poderes políticos, quienes las frecuentan tienen la posibilidad de aprender en ellas a desconfiar de cualquier poder, de cualquier imposición, de cualquier manipulación. Saben, o intuyen, que son instituciones extrañas que se nutren de pensamiento concentrado. Y saben, o intuyen, que pensar siempre resulta subversivo. Ya hay quien las considera, aunque no se atreva a decirlo en público, un peligro mayor que el de un polvorín a punto de estallar.
Comprenderá ahora, quien haya leído hasta aquí, que la actividad bibliotecaria exija delicadeza, prudencia, valor, atención y conocimiento para afrontar con éxito los altos riesgos que supone.
Quienes se dediquen a esta profesión, deberán estar alerta ante lo que pueda ocurrir.
En la mítica película de 1951 «La mujer pirata», dirigida por Jacques Tourneur, la capitana, después de expoliar un navío, ordena amontonar en la cubierta de su barco todo el botín conseguido, y les pide a sus subordinados que cojan el objeto que más les apetezca.
La mujer transmite esta petición al médico del barco.
-Elegid, doctor.
El médico observa por encima aquel tesoro, en el que destacan joyas y vestidos lujosos, sin darle importancia.
-Dudo que haya algo aquí que me guste. ¡Ah, sí! -dice, tomando un pequeño libro.
La mujer pirata lo contempla sorprendida.
-¿Un libro? ¿Eso es todo?
-Los libros tienen un poder mágico -responde el médico.
La mujer pirata replica con indignada rapidez.
-¡Más poder tiene una andanada de cañón! ¿Puede un libro hundir un barco?
-Los libros han hundido los barcos más poderosos, destruido ejércitos y derrumbado imperios -concluye el médico alejándose con su peligroso trofeo.
Los tiranos de cualquier especie, incluidos los que llevan la piel de demócratas, saben que los libros, y quienes los cuidan, son un peligro real.
Por eso esta es la profesión más insegura del mundo.
Cuando se reconozcan de verdad los riesgos que corren los bibliotecarios, seguro que se les añadirá, a su merecido sueldo, un incremento o plus de peligrosidad, y es más que probable que se les exija también, a estos sufridos profesionales, el uso de casco y otras necesarias medidas preventivas.
Autor: Paco Abril
Fuente : http://www.lne.es
Esta afirmación provocará más de un asombro. ¿Arriesgada por qué?
¿Acaso quienes la practican trepan por imposibles rocas, como los alpinistas? ¿Acuden a la primera línea de fuego de cualquier guerra, como los reporteros? ¿Descienden a las profundidades de la Tierra para extraer sus minerales, como los mineros? ¿O se enfrentan a mares embravecidos, como los marinos y los pescadores?
No, claro que no realizan ninguna de las actividades descritas.
Entonces, ¿por qué esa exageración? ¿A que viene hablar de riesgo bibliotecario?
Es cierto que a un observador superficial podría parecerle una profesión no sólo sedentaria, sino tranquila, relajada y alejada de cualquier amenaza. Ni siquiera se les exige el uso de casco protector ni de ninguna otra precaución.
Sin embargo, las apariencias engañan, y mucho. Estos profesionales trabajan con dos de los elementos más inflamables que existen: libros y lectores.
Los bibliotecarios saben, mejor que nadie, que un libro, puesto en contacto con un lector, produce una reacción impredecible e imprevisible.
Si juntamos un átomo de oxígeno con dos de hidrógeno, sabemos que obtendremos agua. Pero si unimos un lector con un libro, jamás podremos adivinar lo que va a ocurrir, dado que el mismo libro causará efectos distintos en diferentes lectores. Será una reacción química de efectos insospechados, esto es, no controlables.
No es de extrañar que la primera medida que suelen tomar las dictaduras es intervenir en las bibliotecas, bien para clausurarlas, bien para permitir sólo los libros que a ellos les interesan. Es el caso, entre tantos, de Corea del Norte. Ninguna dictadura va a consentir que se les cuele literatura subversiva ni tampoco degenerada, como así tildaban los nazis a libros como «La metamorfosis», de Kafka.
Qué duda cabe de que quienes mejor han entendido el poder de los libros son los dictadores. Por eso los prohibieron nada más alzarse con el poder. Stalin acabó, sin temblarle el pulso, tanto con los libros como con los autores que le molestaban, que eran casi todos. Él aplicaba ese viejo refrán de «muerto el perro, se acabó la rabia», aunque murió sin saber que la rabia era él.
En las democracias estas instituciones inflamables que son la bibliotecas peligran también, porque hay muchos dirigentes políticos con tentaciones totalitarias que miran los libros con recelo. Se les nota enseguida, primero porque hablan de autores y títulos que no han leído; segundo, porque ponen todo tipo de trabas y cortapisas para su potenciación, aún proclamando que las apoyan. Y tercero, y sobre todo, porque quienes rigen los destinos de los ciudadanos, saben, o intuyen, que aunque las bibliotecas públicas dependen de los poderes políticos, quienes las frecuentan tienen la posibilidad de aprender en ellas a desconfiar de cualquier poder, de cualquier imposición, de cualquier manipulación. Saben, o intuyen, que son instituciones extrañas que se nutren de pensamiento concentrado. Y saben, o intuyen, que pensar siempre resulta subversivo. Ya hay quien las considera, aunque no se atreva a decirlo en público, un peligro mayor que el de un polvorín a punto de estallar.
Comprenderá ahora, quien haya leído hasta aquí, que la actividad bibliotecaria exija delicadeza, prudencia, valor, atención y conocimiento para afrontar con éxito los altos riesgos que supone.
Quienes se dediquen a esta profesión, deberán estar alerta ante lo que pueda ocurrir.
En la mítica película de 1951 «La mujer pirata», dirigida por Jacques Tourneur, la capitana, después de expoliar un navío, ordena amontonar en la cubierta de su barco todo el botín conseguido, y les pide a sus subordinados que cojan el objeto que más les apetezca.
La mujer transmite esta petición al médico del barco.
-Elegid, doctor.
El médico observa por encima aquel tesoro, en el que destacan joyas y vestidos lujosos, sin darle importancia.
-Dudo que haya algo aquí que me guste. ¡Ah, sí! -dice, tomando un pequeño libro.
La mujer pirata lo contempla sorprendida.
-¿Un libro? ¿Eso es todo?
-Los libros tienen un poder mágico -responde el médico.
La mujer pirata replica con indignada rapidez.
-¡Más poder tiene una andanada de cañón! ¿Puede un libro hundir un barco?
-Los libros han hundido los barcos más poderosos, destruido ejércitos y derrumbado imperios -concluye el médico alejándose con su peligroso trofeo.
Los tiranos de cualquier especie, incluidos los que llevan la piel de demócratas, saben que los libros, y quienes los cuidan, son un peligro real.
Por eso esta es la profesión más insegura del mundo.
Cuando se reconozcan de verdad los riesgos que corren los bibliotecarios, seguro que se les añadirá, a su merecido sueldo, un incremento o plus de peligrosidad, y es más que probable que se les exija también, a estos sufridos profesionales, el uso de casco y otras necesarias medidas preventivas.
Autor: Paco Abril
Fuente : http://www.lne.es
1 comentario:
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