En Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury, una dictadura mundial —necia como cualquier otra dictadura— ordena que se quemen todos los libros del planeta. A partir de la supuesta comprobación de que los libros hacen infelices a los hombres, ejércitos de bomberos incendiarios recorren las bibliotecas, saquean las casas y prenden fuego a todos los volúmenes escritos hasta que no quede uno solo.
Sin embargo, los resistentes —un grupo de heroicos lectores— se encargarán de memorizar lo destruido. Un hombre será La Ilíada, una mujer se convertirá en La divina comedia, otros se aprenderán al pie de la letra El Quijote, Robinson Crusoe o las tragedias de Shakespeare. Por fin, su terquedad indómita salvará lo mejor que ha creado la especie humana: el libro, y contribuirá a la caída de los tiranos, porque los pueblos que conservan la memoria nunca pierden su libertad para siempre.
Ni parábola ni ficción. No para nosotros, que hemos soportado, a través de los siglos, la extirpación de idolatrías, los crímenes de la Santa Inquisición, el saqueo de las bibliotecas, la censura, la quema de novelas o el argumento fascista, repetido con disimulo, de que ciertos libros pueden ser muy peligrosos para la salud espiritual de nuestro pueblo.
El argumento de Bradbury es, por otro lado, mera repetición de una historia verdadera en el caso del Popol Vuh. Como se sabe, la barbarie de los colonizadores los condujo a destruir, hasta en su última copia o vestigio, el libro sagrado de los maya-quichés, y sin embargo, un sacerdote de aquella cultura memorizó la obra de sus antepasados y utilizó el idioma y la escritura de los conquistadores para convertirla en eterna. En el marco de una Feria Internacional del Libro, algunas personas me preguntaron si creo que el libro está destinado a desaparecer. En realidad, querían que yo lo creyera. La magia de las comunicaciones electrónicas, según ellos, habría tornado innecesario al papel escrito. La modernidad, aseguraban, llegaría hasta una humanidad feliz, ágrafa y desprovista de bibliotecas.
Cuando me lo dijeron, recordé en silencio que también se había asegurado aquello ante el auge de la televisión, y que lo mismo había pasado con el cine y con la radio toda vez que las comunicaciones audiovisuales han decretado, varias veces y con la misma mala suerte, la muerte de un demonio que se resiste a morir. Si vamos más atrás, la imprenta de Gutenberg también fue considerada, en su tiempo, como la sepulturera del libro en la creencia de que suprimiría a los calígrafos, o sea a los escritores. Y por fin, al aparecer la gramática de Nebrija, muchos autores se rebelaron contra ella aduciendo que los espacios entre palabra y palabra, al igual que los puntos y las comas, restarían autenticidad al texto y lo liquidarían. Hasta entonces, como ustedes saben, cada autor leía su obra con sus propias pausas, e incluso con una entonación particular.
No, el libro no va a morir. Es más: además de no morir, el libro puede salvarnos de la muerte. Pensemos en el Pueblo del Libro, los judíos. Veámoslos caminar cuarenta años a través del desierto y miles por en medio de sus verdugos. Las cuchillas del faraón, la lanza del babilonio, el hacha de los romanos, la crueldad de Europa y la locura homicida de Hitler han caído sobre ellos de manera incesante, pero nadie ha logrado detener a un pueblo que se siente obligado a ser eterno mientras camina fascinado detrás de aquellos que llevan el Libro. En el principio era el Verbo, proclama el evangelio de Juan. "Y el Verbo era la Luz Verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo". Y este texto tiene muchas lecturas, tantas como el tiempo que le quede a nuestra especie, porque el Verbo es el Hijo, pero también es la palabra, y a todos cuantos lo recibimos nos da el poder de ser hombres porque su fuego nos humaniza y sus páginas hacen que llegue a ti y a ellos, y a quienes vengan mañana, esta mi alma prisionera.
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